La Metáfora, del griego meta (fuera o más allá) y pherein (trasladar), es una figura retórica que consiste en expresar una palabra o frase con un significado distinto al habitual entre los cuales existe una relación de semejanza o analogía. Es decir, se identifica algo real con algo imaginario.
Los seres humanos somos los únicos que tenemos este talento y por lo tanto capacidad para desarrollarla, es cómo retorcer el lenguaje hasta límites insospechados. Veamos algunos ejemplos:
“Las perlas de tu boca” (dientes); “Las esmeraldas de su cara me Miran fijamente” (ojos); “Lumbres del cielo” (estrellas); “Puerta de rubíes” (labios de mujer); “Ven a mi jardín” (explícitamente sexual); “El señor es mi pastor” (identificar a Dios con un pastor de ovejas ayuda bastante a comprender quien es); incluso alguien identificó mi música favorita con el color azul. La realidad es que constantemente supuramos metáforas.
Aunque hay que decir que la metáfora va íntimamente ligada a la capacidad de verse a sí mismo como si se fuera otro, lo cual exige empatía. Los neurólogos lo asocian a las neuronas espejo, que vendría a ser algo así como imitar actitudes y conductas de nuestros congéneres, sin duda una de las mejores maneras de aprender y de entender a los demás.
La metáfora en nuestros diálogos puede hacer que estos calen más hondo, que se comprendan más profundamente y expliquen lo que realmente importa sin llegar a ser aburridos. Además, ponernos en los zapatos de nuestros personajes es sin duda un buen punto de partida para comprenderlos mejor, para que nos muestren cosas que aun no sabemos de ellos y de rebote, ser actores de nuestra propia representación, algo muy divertido y que excita de manera muy útil la bioquímica de nuestro organismo.
A través de las metáforas podrás conseguir un “Albo lienzo manchado de sentimientos, amor y alegría, plasmados con un río de tinta y diestra mano”.